
25 de junio de 2009
VIGILIA POÉTICA 2009

22 de junio de 2009
DOY PALMAS CON LAS OREJAS (II)
SEXTO CERTAMEN INTERNACIONAL DE RELATO BREVE 2009
"LA LECTORA IMPACIENTE"
1er Premio
PERVERSA MANHATTAN
Andrés Portillo González
Getafe- España
Finalistas
Nostalgia del pulp
José Miguel García Martín
Madrid
El abuelo banzai
Jesús Salas
Madrid
Villa Borghese
Eduardo Protto
Quilmes - Argentina
Campesinos
Martha J. Iglesias Herrera
La Habana - Cuba
En el umbral
José Miguel García Martín
Madrid
Nana susurrada
María Bárcena Beltrán
Madrid
Cuando Aga se lavó en el río
Julia R. Robles
Santo Ángel - Murcia
Hasta siempre, Vladimir
José María Herranz Contreras
Madrid
Flores de plástico
Mª Cristina Casado Alcalde
Burgos
El viejo
Carlos Mendoza Bonino
Las Palmas de Gran Canaria
Amante de día
María del Carmen Guzmán Ortega
Málaga
Obsesión
José Antonio Martín Mancebo
Madrid
Elisa
Eduardo Protto
Quilmes - Argentina
Traficantes de recuerdos
Juan Ángel Laguna Edroso
Metz - Francia
El Señor y Adán
Andrés Fornells
San Pedro de Alcántara - Málaga
El examen
Javier López Martín
Las Rozas - Madrid
El retablo de piedra
Luciano Maldonado Moreno
Gijón
Las últimas horas de soledad
Tanya Tynjälä
Helsinki - Finlandia
15 de junio de 2009
PRESENTACIÓN: EL COLIBRÍ BLANCO
CUENTOS PARA HAMBRIENTOS
10 de junio de 2009
1 de junio de 2009
CÁNDIDO

Desde ya más de un año, como cada día, como cada noche, Cándido entra por las rendijas de la ventana envuelto en una niebla espesa y llena la casa de escarcha. Exige a María que recite sus versos fúnebres, sus poemas sombríos. Mientras, él acaricia un lápiz gaseoso y en un cuaderno escribe: “Te odiaré toda mi muerte”. Una y mil veces. Sin pulso. Sin vida. Riendo como un diablo trastornado. Luego la acaricia con el vaho de sus dedos, con ternura, y le escupe en la cara una flema amarga. Al amanecer se desvanece entre las cortinas, se esfuma, se vapora. Pero antes promete volver en cada ocaso. Por la misma ventana. Todos los días. Y María llora y se duerme en el suelo, rendida. Ya no tiene miedo, sólo mala conciencia. Desde hace ya más de un año.
«No te marches nunca», le pidió ella bajo una luna clara y melosa. Él se lo juró envuelto en su aliento, acunado en su pecho; como un niño anciano. María le peinó el pelo gris y le miró a los ojos. «Te quiero más que a nada», le dijo al oído. Cándido la creyó, a pesar de las arrugas, a pesar de las mil batallas. Luego la beso con ansia, y amanecieron abrazados en una cama de olas blancas y algas resecas.
Pero María se cansó de otoños y buscó otros cielos; más abiertos, más lozanos. A los cuarenta el cuerpo le pedía vida y Cándido era más viejo que el mundo.
A él se le nubló la mirada de opacidades cuando supo que andaba con otros. Fue a pescar al mar y volvió con un tiburón en las tripas. Le preguntó por qué le había mentido. Ella dijo que ya no le amaba. Que le repugnaban sus pellejos blancos. Que sólo buscaba fortuna. Y formó un carnaval de risas histéricas. Cándido maldijo a sus muertos y, con el odio de un amante despechado, le dibujó un trazo de sangre en los ojos. Un plumazo malva en la cara. Ella los borró con lagrimas de mentira y pidió perdón, piedad, clemencia.
Después vinieron los días de tormenta, las noches gélidas, la libertad vigilada. María se moría de frío y Cándido no quiso arroparla. Con las mantas trenzó un látigo de reproches. Con los brazos formó dos cadenas. Para atarla de cerca. Para que no se escapara.
Pero un amanecer, cuando aun dormía, ella le borró los celos con la almohada. Le extirpó el aliento apretando con fuerza sobre el rostro marchito. Hasta que quedo inerte, como una piedra erosionada. Con la piel transparente. María se tumbó a su lado con una sonrisa en la boca, con el pecho agitado. No le miró a los ojos para no resucitarle y le cubrió los huesos con una colcha de lino negro.
Por la mañana contó el tesoro y borró las huellas. Cándido era tan viejo que a nadie le extrañó su tránsito. No hubo preguntas, no hubo pesquisas, sólo pésames y condolencias. La viuda dramatizó el llanto, exhibió la pena con los ojos aguados. Todos la creyeron.
María salió al jardín y cavó una fosa honda, profunda, hasta que llegó al infierno. Allí sepultó al anciano sin responsos ni duelos, y sello la lápida con un alambre de espino recio.
Cuando llegó el crepúsculo, antes de dormir, preparó café negro, amargo, con unas gotas de aguardiente, y saboreo el desquite. Bebió el primer sorbo y soltó un suspiro sosegado, por el trabajo bien hecho. Entonces entró él por las rendijas de la ventana. Riendo como un diablo trastornado. Entre una niebla espesa. Y le llenó la casa de espanto. Todas las noches. Para siempre.
Después vinieron los días de tormenta, las noches gélidas, la libertad vigilada. María se moría de frío y Cándido no quiso arroparla. Con las mantas trenzó un látigo de reproches. Con los brazos formó dos cadenas. Para atarla de cerca. Para que no se escapara.
Pero un amanecer, cuando aun dormía, ella le borró los celos con la almohada. Le extirpó el aliento apretando con fuerza sobre el rostro marchito. Hasta que quedo inerte, como una piedra erosionada. Con la piel transparente. María se tumbó a su lado con una sonrisa en la boca, con el pecho agitado. No le miró a los ojos para no resucitarle y le cubrió los huesos con una colcha de lino negro.
Por la mañana contó el tesoro y borró las huellas. Cándido era tan viejo que a nadie le extrañó su tránsito. No hubo preguntas, no hubo pesquisas, sólo pésames y condolencias. La viuda dramatizó el llanto, exhibió la pena con los ojos aguados. Todos la creyeron.
María salió al jardín y cavó una fosa honda, profunda, hasta que llegó al infierno. Allí sepultó al anciano sin responsos ni duelos, y sello la lápida con un alambre de espino recio.
Cuando llegó el crepúsculo, antes de dormir, preparó café negro, amargo, con unas gotas de aguardiente, y saboreo el desquite. Bebió el primer sorbo y soltó un suspiro sosegado, por el trabajo bien hecho. Entonces entró él por las rendijas de la ventana. Riendo como un diablo trastornado. Entre una niebla espesa. Y le llenó la casa de espanto. Todas las noches. Para siempre.
Relato incluido en el libro "Nieve de La Habana". Finalista del II Certamen de Relatos Ábaco.
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