María calentó café, cargado, oscuro, con dos gotas de aguardiente. Arrimó los labios al filo de la taza y bebió un sorbo corto. Un buche que le supo a hiel, que le trajo a la boca sus últimos besos. Cada noche prepara un trago negro, para enlutarse por dentro, para expiar la culpa que la consume desde hace ya más de un año.
Desde ya más de un año, como cada día, como cada noche, Cándido entra por las rendijas de la ventana envuelto en una niebla espesa y llena la casa de escarcha. Exige a María que recite sus versos fúnebres, sus poemas sombríos. Mientras, él acaricia un lápiz gaseoso y en un cuaderno escribe: “Te odiaré toda mi muerte”. Una y mil veces. Sin pulso. Sin vida. Riendo como un diablo trastornado. Luego la acaricia con el vaho de sus dedos, con ternura, y le escupe en la cara una flema amarga. Al amanecer se desvanece entre las cortinas, se esfuma, se vapora. Pero antes promete volver en cada ocaso. Por la misma ventana. Todos los días. Y María llora y se duerme en el suelo, rendida. Ya no tiene miedo, sólo mala conciencia. Desde hace ya más de un año.
«No te marches nunca», le pidió ella bajo una luna clara y melosa. Él se lo juró envuelto en su aliento, acunado en su pecho; como un niño anciano. María le peinó el pelo gris y le miró a los ojos. «Te quiero más que a nada», le dijo al oído. Cándido la creyó, a pesar de las arrugas, a pesar de las mil batallas. Luego la beso con ansia, y amanecieron abrazados en una cama de olas blancas y algas resecas.
Pero María se cansó de otoños y buscó otros cielos; más abiertos, más lozanos. A los cuarenta el cuerpo le pedía vida y Cándido era más viejo que el mundo.
Desde ya más de un año, como cada día, como cada noche, Cándido entra por las rendijas de la ventana envuelto en una niebla espesa y llena la casa de escarcha. Exige a María que recite sus versos fúnebres, sus poemas sombríos. Mientras, él acaricia un lápiz gaseoso y en un cuaderno escribe: “Te odiaré toda mi muerte”. Una y mil veces. Sin pulso. Sin vida. Riendo como un diablo trastornado. Luego la acaricia con el vaho de sus dedos, con ternura, y le escupe en la cara una flema amarga. Al amanecer se desvanece entre las cortinas, se esfuma, se vapora. Pero antes promete volver en cada ocaso. Por la misma ventana. Todos los días. Y María llora y se duerme en el suelo, rendida. Ya no tiene miedo, sólo mala conciencia. Desde hace ya más de un año.
«No te marches nunca», le pidió ella bajo una luna clara y melosa. Él se lo juró envuelto en su aliento, acunado en su pecho; como un niño anciano. María le peinó el pelo gris y le miró a los ojos. «Te quiero más que a nada», le dijo al oído. Cándido la creyó, a pesar de las arrugas, a pesar de las mil batallas. Luego la beso con ansia, y amanecieron abrazados en una cama de olas blancas y algas resecas.
Pero María se cansó de otoños y buscó otros cielos; más abiertos, más lozanos. A los cuarenta el cuerpo le pedía vida y Cándido era más viejo que el mundo.
A él se le nubló la mirada de opacidades cuando supo que andaba con otros. Fue a pescar al mar y volvió con un tiburón en las tripas. Le preguntó por qué le había mentido. Ella dijo que ya no le amaba. Que le repugnaban sus pellejos blancos. Que sólo buscaba fortuna. Y formó un carnaval de risas histéricas. Cándido maldijo a sus muertos y, con el odio de un amante despechado, le dibujó un trazo de sangre en los ojos. Un plumazo malva en la cara. Ella los borró con lagrimas de mentira y pidió perdón, piedad, clemencia.
Después vinieron los días de tormenta, las noches gélidas, la libertad vigilada. María se moría de frío y Cándido no quiso arroparla. Con las mantas trenzó un látigo de reproches. Con los brazos formó dos cadenas. Para atarla de cerca. Para que no se escapara.
Pero un amanecer, cuando aun dormía, ella le borró los celos con la almohada. Le extirpó el aliento apretando con fuerza sobre el rostro marchito. Hasta que quedo inerte, como una piedra erosionada. Con la piel transparente. María se tumbó a su lado con una sonrisa en la boca, con el pecho agitado. No le miró a los ojos para no resucitarle y le cubrió los huesos con una colcha de lino negro.
Por la mañana contó el tesoro y borró las huellas. Cándido era tan viejo que a nadie le extrañó su tránsito. No hubo preguntas, no hubo pesquisas, sólo pésames y condolencias. La viuda dramatizó el llanto, exhibió la pena con los ojos aguados. Todos la creyeron.
María salió al jardín y cavó una fosa honda, profunda, hasta que llegó al infierno. Allí sepultó al anciano sin responsos ni duelos, y sello la lápida con un alambre de espino recio.
Cuando llegó el crepúsculo, antes de dormir, preparó café negro, amargo, con unas gotas de aguardiente, y saboreo el desquite. Bebió el primer sorbo y soltó un suspiro sosegado, por el trabajo bien hecho. Entonces entró él por las rendijas de la ventana. Riendo como un diablo trastornado. Entre una niebla espesa. Y le llenó la casa de espanto. Todas las noches. Para siempre.
Después vinieron los días de tormenta, las noches gélidas, la libertad vigilada. María se moría de frío y Cándido no quiso arroparla. Con las mantas trenzó un látigo de reproches. Con los brazos formó dos cadenas. Para atarla de cerca. Para que no se escapara.
Pero un amanecer, cuando aun dormía, ella le borró los celos con la almohada. Le extirpó el aliento apretando con fuerza sobre el rostro marchito. Hasta que quedo inerte, como una piedra erosionada. Con la piel transparente. María se tumbó a su lado con una sonrisa en la boca, con el pecho agitado. No le miró a los ojos para no resucitarle y le cubrió los huesos con una colcha de lino negro.
Por la mañana contó el tesoro y borró las huellas. Cándido era tan viejo que a nadie le extrañó su tránsito. No hubo preguntas, no hubo pesquisas, sólo pésames y condolencias. La viuda dramatizó el llanto, exhibió la pena con los ojos aguados. Todos la creyeron.
María salió al jardín y cavó una fosa honda, profunda, hasta que llegó al infierno. Allí sepultó al anciano sin responsos ni duelos, y sello la lápida con un alambre de espino recio.
Cuando llegó el crepúsculo, antes de dormir, preparó café negro, amargo, con unas gotas de aguardiente, y saboreo el desquite. Bebió el primer sorbo y soltó un suspiro sosegado, por el trabajo bien hecho. Entonces entró él por las rendijas de la ventana. Riendo como un diablo trastornado. Entre una niebla espesa. Y le llenó la casa de espanto. Todas las noches. Para siempre.
Relato incluido en el libro "Nieve de La Habana". Finalista del II Certamen de Relatos Ábaco.
IMPRESIONANTE
ResponderEliminarHay seres que nunca nos abandonan, aunque les echemos fuera. Vuelven, una y otra vez, siempre. Se nos quedan pegados en la conciencia lo que resta de vida y nos esperan al cruzar la puerta.
ResponderEliminarBellísimo en el relato con el que me identifico en algunos renglones.
Besos.
Impresionante!
ResponderEliminarTenés una gran capacidad para contar y atrapar poéticamente
Me encantó este texto!!!
Coni
Tiene ritmo, tiene música, tiene poesía y, por supuesto, los desmanes del amor. Estupendo ese libro de "Nieve...", en el que ningún relato te deja indiferente.
ResponderEliminarHola Andrés, como siempre, otro relato atrapante. Qué cosa esta de los fantasmas rencorosos, no? Será cuestión de tratar de ser más o menos buenas personas para dejar, al menos, fantasmas agradecidos, jajaja!!
ResponderEliminarBesos y gracias por tus comentarios.
Gracias, Ginerale, "Impresionante" es una palabra inmensa.
ResponderEliminarAda, todos tenemos un fantasma que de vez en cuando entra por la ventana. Beso
Gracias, Coni, reconforta tu comentario.
Cruz, cada vez que apareces me pongo colorado. Beso.
Cris, todos los fantasmas son rencorosos, por eso no acaban de marcharse. Beso.
Sobrecogido estoy, creo que no voy a volver a tomar café negro y amargo en mi vida, por si aparece el fantasma de María, ...o la misma María, y me manda con Cándido...
ResponderEliminarComo siempre gracias por superarte.
Qué bueno Andrés! Un placer leerte. Estremece este relato.
ResponderEliminarUn beso grande
Ana, Granito, muchas gracias por asomaros, y por el ánimo. Besos y abrazos.
ResponderEliminarY ahora ella si que se ató a él, a un él del que no podrá escapar. Hermoso y terrible relato. Beso.
ResponderEliminarNo me gusta ser soez en mis palabras, pero voy a reproducir las que me han salido de la boca al terminar tu relato, con los pelos como escarpias.
ResponderEliminar"Ostia puta, que genial"
Entiendo que no es lo mas poetico que se puede escribir, pero es lo mas real que me ha salido.
Gracias
¿Qué puedo decir que no se haya dicho?
ResponderEliminarMe encantó... genial... la verdad es que me pegó tan fuerte que me quedé sin palabras =)
Saludos
Cierto, Marcela, terrible y hermoso pero a veces es imposile desligar ambas cosas. Beso.
ResponderEliminarMuchas gracias,Churricos. "Ostia puta, que genial" emociana, así que debe ser poético. Un abrazo.
Gracias, Szarlotka, y bienvenida.
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