12 de febrero de 2013

El Coyote


Como todas las mañanas, el Coyote prepara los artilugios con los que intentará atrapar al Correcaminos: unos patines de propulsión a chorro de la marca ACME, una docena de cartuchos de dinamita de la marca ACME y un rifle recortado con mirilla de precisión, también de la marca ACME. Lo hace sin convicción alguna, con apatía. Convencido de que, de nuevo, volverá a fracasar. Esta vez morirá tres veces y el Correcaminos se reiría de él con su chirriante ¡MIC, MIC! Lo sabe, desde hace muchas décadas se repite la misma historia, toda una vida.

El sol golpea con rabia sobre sus orejas peludas y su hocico reseco, pero hoy, una ligera brisa hace que el calor sea casi soportable. El Coyote se sienta sobre una roca de color rojizo y se coloca los patines de propulsión mientras espera que aparezca su presa. Unos segundos después, el Correcaminos cruza a toda velocidad una de las carreteras polvorientas del Desierto del Suroeste. El Coyote enciende la mecha y comienza la persecución de cada día pero, cuando está a punto de agarrar a su enemigo por el pescuezo, entran en un túnel, oscuro como una derrota y el plan se viene abajo. A lo lejos, ve que unas luces se acercan amenazantes. Intenta dar la vuelta pero no lo consigue. Un camión le arroya y deja su cuerpo convertido en papel de fumar. Cómo no, al volante del vehículo va el Correcaminos que, sonriente, saluda al difunto con su humillante ¡MIC, MIC!

Después de bajar al Infierno vuelve de nuevo a la carga. Prepara con minuciosidad una trampa en el borde de un barranco. Esta vez se trata de dinamita aunque, ¡MIC, MIC!, el invento le explota en las manos y la onda expansiva le lanza al fondo del precipicio. El golpe es terrible, escalofriante, aunque lo que le provoca la muerte es la tonelada de rocas que le cae encima.

Resucitado de nuevo por exigencias del guión, se oculta de puntillas tras unos matorrales. Agarra un rifle y lo apoya con firmeza entre su hombro y su cara. Pega un ojo a la mirilla y espera paciente. Al fin, a lo lejos, aparece el Correcaminos. Le apunta a la cabeza y deja que se acerque. Cuando le tiene a menos de diez metros, dispara el proyectil que se pierde en el paisaje humeante del desierto. Sin embargo, es un animal tozudo y no se desanima. Lo vuelve a intentar. Suena un ¡MIC, MIC!, y un ¡BANG!. Nadie lo espera, pero esta vez la bala se aloja entre las cejas del pajarraco que cae desplomado a los pies del Coyote.

El depredador no se lo puede creer, por fin ha matado a su enemigo. Loco de contento, lo ensarta en un palo y lo cocina sobre un puñado de brasas. Cuando está listo, extiende un mantel en el suelo, se coloca una servilleta y se sirve un buen vaso de vino. Saborea con ansia las vísceras del Correcaminos; sin embargo siente una enorme tristeza, un vacío que le duele más que el hambre acumulado durante tantos años. Mira la carne chamuscada de su adversario de siempre y aúlla desconsolado.

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